En esta fiesta de dos santos apóstoles Felipe y Santiago, la 1ª lectura, tomada de la 1ª carta de Pablo a los Corintios, nos recuerda el núcleo esencial de la fe cristiana; aquello sin lo cual seríamos cualquier otra cosa, menos discípulos de Jesús y miembros de su Iglesia.
Es el llamado “kerygma” o proclamación. Lo que los apóstoles seguramente predicaron, adaptándolo a las diversas circunstancias y auditorios. San Pablo lo recuerda a los corintios entre los cuales algunos se atreven a negar la realidad de la resurrección, o mejor, se atreven a afirmar que la resurrección es algo completamente espiritual o místico, que no afecta para nada nuestro cuerpo ni tiene repercusiones en nuestra existencia mortal.
San Pablo recuerda a los corintios nada menos que “el evangelio que les prediqué”. No una ideología, una doctrina filosófica o teológica. Tampoco un código moral. Sino la certeza de los acontecimientos salvadores de los cuales los apóstoles fueron testigos y autorizados mensajeros. Se trata de la muerte salvífica de Jesús en la cruz, en cumplimiento del plan divino de salvación para toda la humanidad. De su sepultura, garantía de la realidad mortal que experimentó Jesús, y de su resurrección gloriosa, irrupción definitiva de Dios en nuestra pobre historia humana y cumplimiento en Cristo, de todas las promesas y expectativas de la humanidad.
Este es el Evangelio, la buena noticia. El fundamento y principio de nuestra fe. Lo que nos define como cristianos. Es decir, la misma persona de Jesús: su vida y su muerte. La garantía de que ante Dios todos tenemos un lugar, de que Él nos hará justicia a cada uno y llevará a la plenitud nuestra limitada existencia, como llevó a su plenitud la existencia de su Hijo Jesús.
El pasaje de la carta de Pablo, insiste al final en las apariciones del Señor resucitado, y presenta una lista de testigos autorizados, anotando incluso que muchos están todavía vivos, en el momento en que se escribe la carta. Llama la atención que esta lista no coincida con los testigos señalados, en los relatos de apariciones del final de los cuatro evangelios. Faltan, por ejemplo, las mujeres, que vieron a Jesús resucitado al pie del sepulcro (Mt 28, 9-10; Mc 16, 9-11; Jn 20, 11-18).
Pero no es cuestión de una absoluta coincidencia, que resultaría más sospechosa como testimonio. Los primeros cristianos estaban seguros, y Pablo se hace eco de ello, de que el Resucitado se había hecho ver por diversas personas, en ocasiones distintas y de maneras diferentes. Lo que Pablo subraya es que el testimonio de la resurrección depende de experiencias ciertas, tenidas especialmente por algunos apóstoles: Cefas, que es el mismo Pedro, los Doce como grupo que representa a la comunidad de salvación, la Iglesia, Santiago, en este caso el llamado “hermano del Señor”, o “el menor”, para diferenciarlo del hijo de Zebedeo, hermano de Juan, del grupo de los doce apóstoles. Este Santiago el menor, es el que estamos conmemorando en este día.
Por otra parte, la lectura del pasaje del evangelio de san Juan ha sido escogida, seguramente porque en ella se menciona al apóstol Felipe, cuya fiesta, junto con Santiago el menor, se celebra hoy. Con seguridad hay que diferenciarlo del diácono Felipe, protagonista de varios relatos del libro de los Hechos de los Apóstoles, uno de los siete varones escogidos como administradores de la comunidad por los apóstoles (Hech 6, 1-6), el evangelizador de Samaria (Hch 8, 4-8) y del funcionario etíope (Hech 8, 26-40); a no ser que las tradiciones sobre personajes distintos que llevaban el mismo nombre, hayan terminado confundiéndose.
En el pasaje evangélico, el apóstol Felipe hace a Jesús una petición audaz e inusitada: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Nada menos, como si a Dios se le pudiera mostrar aquí o allá, como se muestra a una persona o a una cosa cualquiera. Como si Dios pudiera ser contemplado con nuestros ojos mortales, cuando en el Antiguo Testamento es constante en afirmar que quien vea a Dios, necesariamente morirá (Éx 33, 20; Is 6, 5).
Pero, con su audacia, el apóstol Felipe ha hecho que Jesús nos revele el verdadero rostro de Dios: “quien me ha visto a mí ha visto al Padre”. Conocer a Jesús, escuchar sus palabras, vivir sus mandamientos, equivale a conocer plenamente a Dios, a contemplar su rostro amoroso reflejado en la bondad de Jesucristo, en su misericordia y amor hacia los pobres y sencillos.
De Santiago el menor sabemos que llegó a ser líder de la comunidad cristiana de Jerusalén, hasta los difíciles años anteriores a la guerra judía contra Roma. Él representaba al cristianismo judaizante de los primerísimos tiempos, apegado todavía al culto del templo, a la reunión sinagogal, a la observancia del sábado y demás tradiciones judías. De Felipe casi no sabemos nada. La memoria litúrgica de la Iglesia los unió posteriormente, cuando en el siglo VI fue inaugurada la basílica de los doce apóstoles, en la ciudad de Roma y se depositaron en su altar principal supuestas reliquias de estos dos personajes.
Pero ambos apóstoles nos recuerdan a todos nosotros, la necesidad de anunciar el misterio de Cristo, muerto y resucitado. Una tarea a la que somos llamados, tanto los presbíteros como ustedes los seminaristas, habiendo experimentado en nuestra vida la cercanía de Jesús, el rostro vivo del Padre, aquel quien nos lo ha dado a conocer, pues es su Hijo amado e imagen visible de su ser, como enseña San Pablo (Col 1,15).
El tiempo de la formación al ministerio sacerdotal es un tiempo de profunda intimidad con Cristo, como los apóstoles en la noche del Jueves Santo, aquella noche de despedida y de confidencias del Señor, en el que podemos experimentar su rostro, su presencia y su consuelo en momentos difíciles, como los vivieron sus testigos, la víspera del aquel primer Viernes Santo, así como también la certeza de su resurrección victoriosa, de la cual somos sus cualificados evangelizadores, tarea a la que también han de prepararse ustedes, queridos muchachos, con ilusión, esmero y renovadas fuerzas cada día.
Cristo no está en el sepulcro, ha resucitado. Ha manifestado su poder y su gloria; ha cumplido su promesa; ha vencido a la muerte, al pecado y al mal en todas sus formas. Y así, a todos los que creemos en Él, nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha salvado y nos hace capaces de vivir una vida nueva y serena, apacible y feliz. ¡Alegrémonos, pues y regocijémonos en el Señor, porque Cristo ha resucitado! Esta es la buena nueva, dice San Pablo, esto es lo que les anuncié, afirma, y esto es lo que debemos transmitir al mundo y a la sociedad, con el entusiasmo de Felipe y Santiago, los primeros discípulos apóstoles, testigos de la resurrección.
¿A qué han venido, ustedes seminaristas, acá al seminario?” El seminario tiene como objetivo ir modelando al futuro sacerdote. Por ello, se debe seguir la recomendación de San Pablo en sus cartas: hacer memoria de Cristo resucitado (2 Tim 2,8-13). Ustedes seminaristas, deben hacerlo con la vida, el pensamiento, las palabras y sus acciones.
Todos los seminaristas, acompañados de los formadores, tienen que ser testigos de Cristo resucitado, para ello, están las dimensiones de la formación sacerdotal las diversas áreas de la formación. Y el seminarista, tanto de la Sede de Paso Ancho mayor como del seminario introductorio, debe asimilarlo en su proceso para que no tome el seminario como una simple institución, sino como un tiempo de formación, que le ofrece la Iglesia, en el camino y descubrimiento de su vocación que lo conduzca a la configuración con Cristo.
Querido jóvenes: sean testigos del Resucitado. Porque debemos ser buenos cristianos primero que nada. Incluso para ser buenos sacerdotes, debemos ser primero buenos cristianos haciendo memoria del Resucitado. Háganlo aquí en el seminario, en el estudio, la oración, la celebración diaria de la Eucaristía, el deporte, el trabajo y el descanso, así como en el compartir en comunidad. Que la Santísima Virgen María Reina de Los Ángeles, modelo de escucha a Dios interceda por nosotros. Que así sea.