Bienvenidos a esta celebración hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas, consagrados y laicos venidos de toda nuestra diócesis para esta Santa Misa Crismal y todos aquellos que nos sintonizan a traves de Radio Casino, Bahía y Nueva.
La Misa Crismal, que siempre se celebra cercana a la Pascua, es tenida como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del obispo y como un signo de comunión de sus presbíteros con él. Siempre es presidida por todo obispo diocesano y concelebrada por su presbiterio.
Esta celebración, que nos reúne cada año en la Semana Santa, nos hace recordar elementos fundamentales de nuestra vida. Es una celebración que nos guía a la puerta misma del Santo Triduo Pascual; es precisamente de este Triduo de donde proviene toda la fuerza de lo que esta mañana vamos a realizar: la consagración del Santo Crisma y la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, que van a ser utilizados en toda la diócesis, como canales de la misericordia del Señor en la celebración de los sacramentos. Es una celebración que nos une como pueblo sacerdotal, profético y real.
Y para quienes hemos recibido la unción del crisma, de modo particular el día de nuestra ordenación sacerdotal, nos ayuda a hacer nuestra aquella exhortación del apóstol Pablo a Timoteo: “reaviva el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6); y nos hace conscientes de pertenecer a una realidad muy hermosa: a esta Iglesia de Limón y a este presbiterio diocesano, que unido a su obispo, hoy quiere renovar su entrega generosa al servicio del pueblo de Dios, confiados en la Palabra de Aquél que nos llamó, nos capacitó para el ministerio y nos sostiene diariamente con su gracia.
La primera lectura de este día, comienza con las siguientes palabras del profeta: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres” (Is 61, 1-3). Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesús, el Ungido de Dios por excelencia. “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que ustedes acaban de oír” (Lc 4, 21). Así comenta él mismo, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías. Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en él, único y definitivo sacerdote y mediador entre Dios y los hombres.
Como ungidos y consagrados, todos los cristianos estamos llamados a dejar que el don de la nueva vida de la gracia, recibida en el sacramento del Bautismo, se desarrolle en nosotros mediante una fe viva en el Dios vivo, que viene a nuestro encuentro y nos ofrece su amistad y su amor en su Hijo; una fe personal en comunión con la fe de la Iglesia, que se alimenta en la oración y en la participación frecuente en los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación; una fe que es viva si actúa en la caridad. Todos los bautizados hemos sido ungidos para ser enviados a anunciar la Buena nueva que es Jesucristo. Nuestra vocación es ser discípulos misioneros del Señor.
En otro nivel distinto, los sacerdotes o presbíteros, por una unción muy especial, hemos sido ordenados para ser ministros de Cristo y del Pueblo santo de Dios; es decir, servidores que pastorean al pueblo sacerdotal, que anuncian la Buena nueva y ofrecen el sacrificio eucarístico a Dios, en nombre y en la persona de Cristo; somos sacerdotes no en provecho propio, sino para servir al sacerdocio bautismal de todo el pueblo santo de Dios.
Queridos sacerdotes. Somos servidores, no dueños ni amos del Pueblo santo de Dios. Estamos llamados a servir a todos los bautizados para que vivan su sacerdocio común; es decir, su unción y vocación bautismal, ofreciéndoles en nombre de Cristo la Buena nueva que les lleve al encuentro personal y transformador con Él y a su seguimiento en la comunidad cristiana; estamos enviados para ayudarles a descubrir o redescubrir la vocación a la alegría del amor de Dios y de amar a Dios y a los hermanos
Somos ungidos y enviados para acompañarles personalmente en su existencia y vida cristiana concretas: en las alegrías y en las penas, en los gozos, en las dificultades y en las crisis; ellos necesitan y reclaman nuestro testimonio y apoyo para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás, en la vocación concreta de cada uno; en una palabra, estamos llamados a servirles para que sean discípulos misioneros del Señor.
Quiero, en este sentido, agradecer la entrega que todos los días hacen por nuestro amado pueblo de Limón. Ser testigo directo de sus desvelos, muchas veces silenciosos, por la evangelización me conmueve y me hace darle gracias a Dios por su ministerio, ejercido a menudo en condiciones difíciles, donde siempre saben sacar lo mejor de su corazón de pastores.
En mis visitas a las parroquias aprecio la confianza y el cariño hacia su obispo, pero también su sinceridad para hablar de las situaciones difíciles por las que pasan, a nivel personal y pastoral. Agradezco que quieran resolverlas junto a quien ha sido puesto por Dios como cabeza de esta Iglesia particular, pero también como padre y amigo de cada uno de ustedes.
Hermanos, para ser servidores de la unción bautismal de los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente de vida, hemos de vivir con fidelidad el don y misterio que hemos recibido. Nuestra fidelidad reclama no sólo conservar y perdurar en el tiempo, sino mantener el espíritu atento para crecer en fidelidad alejándonos de todas las tentaciones y las distracciones que pueden oscurecer nuestro servicio en la Iglesia.
La fidelidad al ministerio, siempre delicada, se ha vuelto más difícil, como bien sabemos, en nuestros días; y, sobre todo, se ha vuelto más difícil hacerlo con frescura y entrega generosa. Por eso, esforcémonos cada día por parecernos cada vez más al Señor en servicio, oración, cercanía y santidad.
¡No demos cabida en nuestras vidas a cualquier forma de desgano o hastío! ¡Evitemos caer en la rutina, la mediocridad o la tibieza, que matan toda clase de amor! ¡Acojamos la invitación del Señor a vivir con radicalidad evangélica el don y el ministerio recibidos! ¡Seamos responsables en nuestras tareas, serios y maduros en nuestra vida afectiva, preocupados por la oración, atentos a las necesidades de la comunidad cristiana y fieles a la misión de anunciar a todos el Evangelio!
Soy conocedor como ustedes, de las dificultades internas y externas en el proceso de la iniciación cristiana y en el crecimiento en la fe de niños, adolescentes y jóvenes; como también conozco de las dificultades de los matrimonios y familias ya constituidos para acoger y vivir la vocación al matrimonio y a la familia cristiana.
Me preocupa -y nos preocupa-, especialmente, el alejamiento de la fe y vida cristiana y de la Iglesia de tantos cristianos adolescentes, jóvenes y adultos, máxime ahora que la Iglesia Universal se prepara a celebrar la Jornada Mundial de la Juventud, en Panamá, Dios mediante. Esto no nos puede ser indiferente. Pese a todas las apariencias al joven y al hombre de hoy, les sigue interpelando la verdad y el sentido de vida que es y que ofrece Jesucristo.
El joven -el hombre y la mujer de hoy, se asemeja muchas veces a aquella samaritana que desea llenar su cántaro y su vida del agua viva; pero ni sabe lo que busca, ni conoce el agua viva y, así, sigue rodeándose de “maridos” que, en realidad, no son el suyo (Jn 4,17). Como pastores necesitamos ser cercanos y conocer a nuestros adolescentes y jóvenes; y hemos de amarlos -nunca despreciarlos- con el afecto del Buen Pastor, siendo testigos trasparentes de Él, para ofrecerles con verdadera pasión a Dios y a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida.
Queridos hermanos sacerdotes: en breves momentos vamos renovar nuestras promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido, precisamente como expresión del camino de santidad, de fidelidad y de ardor apostólico, al que el Señor nos ha llamado por el camino del sacerdocio y del servicio pastoral. Cada uno de nosotros recorre este camino de manera muy personal, sólo conocida por Dios, que escruta y penetra los corazones.
Con todo, en la liturgia de hoy la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros, en el momento en que, a las preguntas del obispo, contestamos todos a una sola voz, diciendo: “Sí, quiero”. Esta solidaridad fraterna, no puede por menos que transformarse en un compromiso concreto de ser cercanos los unos a los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. No nos puede ser indiferente ningún hermano sacerdote.
Dios es siempre fiel. Él nos ha llamado, ungido y enviado. Y no se arrepiente de ello. Acojamos su fidelidad con la nuestra. La fidelidad que le frecemos al Señor, antes que respuesta nuestra a Dios, es fruto de la fidelidad de Dios hacia nosotros. No es tanto fruto de nuestra perseverancia, sino más bien como regalo de la gracia, como enseña San Agustín.
Por eso, siguiendo la invitación del salmo 88, cantemos una y otra vez las misericordias del Señor: cantemos su amor misericordioso con redoblada alegría en esta mañana, en que celebramos la fiesta de todo el Pueblo de Dios al contemplar hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano desde el día de su bautismo; y también de manera especial, de todos nosotros, hermanos en el sacerdocio, ungidos y ordenados presbíteros para el servicio del pueblo de Dios, que peregrina en Limón.
Que a todos nos sostenga la santísima Virgen María, Madre del Señor y Madre de los sacerdotes. Que Ella nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Dóciles al Espíritu del Señor, seremos ministros fieles de su Evangelio y del Pueblo santo de Dios. Que así sea.
Mons. Javier Román Arias
Obispo de Limón